Tener tanto planeado que hoy, jueves, debería estar haciendo la maleta para el domingo, ya que entre trabajo, barbacoas y cenas de cumpleaños no me va a quedar hueco. Por supuesto necesito una última sesión de: adaptador del enchufe, bolsas transparentes, etc etc, que inevitablemente tendrá lugar el sábado a las 4 de la tarde.
A pesar de la pereza que me da el viaje en sí (el traslado físico, los siete husos horarios), una parte de mí está deseando subirse al avión, quitarse los zapatos, y dejar todas las conexiones del cerebro en tierra (o como mínimo en la mochila facturada) (sí, habeis leido bien, mochila). Mañana voy a currar como una china para que a las 18.00 en punto, hora Greenwich, mi cerebro se apague, de forma que lo único que se oiga dentro de mi cabeza sea ese silencio que sigue al hecho de apagar la campana extractora en la cocina. La paz. Que será plena cuando el avión despegue y no haya conexión alguna con la vida cotidiana. Los problemas se quedarán en tierra, a lo mejor pasan a saludarme en alguna de mis escalas, pero mientras esté allí arriba no podrán tocarme, ya que no podré hacer nada por ellos.
Luego, cuando llegue a mi destino final, el filtro aplicado hará que todo sea mejor, más bonito.